El título miente, no era una dama, era una muchacha. Los títulos siempre mienten.
Y sí, llevaba un perrito, blanco además. No puedo decir si el perro era bonito, porque estaba a 9 pisos debajo de mí y unos cuantos cientos de metros más adelante. Y ella estaba allí, con el perrito, pero el perrito era sólo la escusa, estaba ahí como en el escenario de un teatro representando una obra que sólo veía yo, andando, contoneándose graciosamente con esa camisetita verde, esa larga melena negra y esa falda corta blanca, esa falda que se movía de un lado a otro cada vez que daba dos pequeños pasos. Andaba con el perrito, bajando la calle poco a poco, a veces se paraba y miraba atrás. Joder, quizás fuera por mi nivel de alcohol en sangre, pero andaba y de vez en cuando miraba hacia atrás, miraba incluso cuando seguía andando hacia adelante, torciendo su cabeza lentamente, y creía que miraba hacia la ventana donde yo estaba. Andaba, miraba a su perro, giraba la cabeza, miraba hacia atrás, andaba, la ponía en la posicion normal y vuelta a empezar.
Bajó la calle lentamente, con su contoneo, con su gracia, con su faldita y perrito blancos, delicada, parecía que el fuerte viento veraniego la iba a empujar ayudándola a adelantar sus pasos, y justo cuando la iba a perder debido a un gran edificio marrón, se paró, y se quedó ahí, parada, mirando hacia mi ventana. Joder, yo estaba muy lejos, ¡pero miraba hacia mi ventana!
Y luego recorrió sus pasos, se fue acercando y esta vez no miraba hacia atrás. Coño, a pesar de no ver su cara, me hacia más gracia cuando estaba de espaldas, su contoneo se apreciaba mejor. Pero al cruzar la plaza cercana a mi casa, se volvió a poner de espaldas, bueno, de lado, y luego en diagonal, y desde mi ventana se veía alejarse otra vez más, y veía su espalda, su faldita y su contoneo, izquierda-derecha, alejarse, calle abajo una vez más, dejando el sol a sus espaldas, su sombre en frente y su perrito al lado. Y fue increíble cómo se alejaba, no sé si por el contoneo, por la faldita, por la puta melena negra que le llegaba a media altura de la espalda o quizás porque la luz del sol, de estas luces de atardeceres que llegan a su fin, iluminaban toda la calle, el edificio que dejaba a un lado, la carretera que dejaba en el otro, su pelo, su cuerpo, su camisa y su falda. Lo iluminaba todo y parecía que el sol estaba hecho para iluminar su paseo de vuelta, calle abajo, hasta que la dejé de ver, porque un maldito árbol me tapó la vista.
Voy a escribir como un cerdo, me dije.
Riaño
martes, 14 de julio de 2009
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